viernes, 22 de febrero de 2013

Esperando las luces del alba. Un cuento.








Esperando las luces del alba.

Un cuento de Francisco Jesús Hidalgo García


El aroma del romero era el bálsamo para aliviar su desaliento.

Al tío Herminio le gustaba coger un tallo, mojado en rocío, en aquellas mañanas frescas de otoño, para sentir que aún su alma seguía latiendo al compás de cada paso que daba. Era temprano y un gran rumor de jilgueros y gorriones inundaba de lado a lado todo el cortijo. Se puso unas viejas esparteñas, que todavía conservaba, un pantalón de pana recia con el que, al parecer, se había casado cincuenta años antes, su camisa, chaqueta, boina, y, con una eterna tos que bien parecía, aunque no lo fuese, de tuberculosis comiéndole las entrañas, volvió a salir al encuentro de la alborada. Como todas las mañanas, y cuando, tiernamente, pasaba los dedos sobre el romero sentía el sonido del cencerro y el balar de las ovejas, el aire fresco de la sierra y, sobre todo, el rumor de la soledad en el collado.
-¡Qué soledad tan diferente a la de otros tiempos! –mascullaba entre tos y saliva el tío Herminio-.
Mientras musitaba para sí, recordando las primaveras y el azul del espliego, llegó hasta él una mujercita de cuerpo menudo y blancos cabellos, que sobresalían de un pañuelo enlutado que cubría la cabeza y con los hombros cubiertos por un chal negro de lana.
-Buenos días Herminio-saludó la anciana- ¿estamos tomando el fresco esta mañana o tal vez esperando el sol que se avecina?
-¡Como todas las que puedo Josefina!-le contestó el hombre entre un amago de ataque de tos-, ¡como todas las mañanas Josefina! -repitió de nuevo-.
Si no me equivoco, Herminio, vamos a tener lluvia o nieve de aquí a dos o tres días, que aunque no ha entrado el invierno me recelo, con esas nubes y el cielo como está, que haya de caer la primera nevada de este año -comentó la anciana con un cierto aire de convencimiento-.
La mujer se sentó sobre un poyo que allí al lado había. Durante un buen rato permaneció en silencio, con las manos entrelazadas, y la cabeza baja, como queriendo dormitar. El tío Herminio miraba al frente, absorto en sus cosas, y, de vez en cuando, se echaba mano a la boina y el pescuezo creyendo que algo le había caído desde el inmenso verdor de unos olmos que allí mismo, sobre sus cabezas, había. Al cabo de un ratito la anciana dio una ligera cabezada y, ya despierta, se levantó del poyo volviéndose hacia el interior del caserío, pues refrescaba en demasía a su entender, aunque el anciano prefirió aguantar un poco más. Tenía todo el tiempo del mundo… y mucho más aún.


-¿Qué será de mí?- Se preguntaba cada atardecer. ¿Qué será de mí?- se preguntaba ese anochecer-

El día fue transcurriendo con su mañana clara, su templado mediodía y su fresco atardecer. El tío Herminio era hombre de campo y monte, sin letras, pero con una esmerada sapiencia, rara y a la vez natural, con un amor por el conocimiento fuera de lo común. Le gustaba pensar. En verdad, ya le parecían demasiados los atardeceres pasados en soledad, en el poyo de la casa, acariciando con dulzura el báculo de la senectud.
El frescor del anochecer se fue volviendo gris y después blanco, muy blanco, tanto como la nieve que llegó antes de lo que imaginaba la sapiencia venerable de la anciana del chal negro.
La nieve caía con tranquilidad, tal que si tuviese conciencia de sí misma se podría decir de ella que la gracia que tenía en su llegada era por dejarse acariciar de los niños que en cuestión de momentos gozarían bañándose en su blancura. Pero, en verdad, al anciano la nieve ya no le llamaba mucho la atención. Tampoco había niños que jugasen con ella, ya hacía mucho tiempo que desapareció su candidez de la aldea. En la soledad de sus días nada era lo mismo y, poco a poco, parecía que sólo viviera para esperar. Sus noches, desde hacía tiempo, se limitaban a un candil de aceite, una pequeña estufa de hierro, la visita de los pocos vecinos que ya quedaban allí y una ensalada aderezada con un poco de bacalao remojado, cuando lo había, o el acompañamiento de unos pimientos secos, de aquellos que colgaban de una caña en lo más alto de la casa. El resto era esperar al amanecer, y, aún en sueños, acariciar el romero y sentarse en el collado, al fresco de la mañana, sabiendo que entonces su soledad parecía menos.

Y llegó la mañana

La mañana amaneció blanca. Unos perros saltaban, jugando, sobre la nieve. El tío Herminio se asomó a la ventana. Todo era una inmensa alfombra blanca, inmaculada, hermosa…
- Tengo que acercarme a ver a Ana, que a saber como andará ella solica en su casa con el nevazo que ha caído- se dijo a sí mismo preocupado; era ese vínculo entrañable, que sólo lo pueden crear setenta años respirando el mismo aire-
Entonces tomó buena ropa de abrigo y se dirigió a ver a la anciana. ¡Ay!, sus años ya no eran los de otras veces. Pasito a pasito, las fuerzas le faltaban al caminar sobre la espesura de la nieve. No muy lejos, como emergiendo de la blancura, se divisaba una casa solitaria, junto a un olmo que quizá tuviera doscientos años. Poco a poco llegó hasta el lugar. Cuando llegó al cortijo y entró halló a la mujer pegada a una de esas estufas de hierro, sencilla y humilde, única compañía de almas solitarias sin quererlo.
-Buenas Herminio-dijo la anciana cuando vio entrar al hombre a la casa- Pero ¿cómo has bajado hasta aquí con la nevada que ha caído? ¡Dios mío, para que te hubiese pasado cualquier cosa! ¡Y como tú andas del pecho! ¡Con esas toses! ¡Anda Herminio, anda, que la vejez y las cabezas no hacen buena amistad!
-He venido a ver si necesitas alguna cosa, que a nuestros años y solos como estamos…
-Yo ya no se ni lo que necesito Herminio, sólo necesito ya descansar-le contestó la mujer, que parecía encerrada dentro de un luto que había permanecido perenne, envolviendo su vida entera desde los tiempos de su mocedad.
Nunca, que el anciano pudiese recordar, la tía Ana había hablado de descanso ni había tenido ese aire de nostalgia que parecía exhalar a cada palabra que pronunciaba. Había sido mujer fuerte y curtida, a veces alegre, trabajada en la vida.
La mujer se sentó y tomó una botellita de aguardiente que guardaba en un pequeño armario empotrado en la pared.
-Toma una copa Herminio, que hace mucho frío y te vendrá bien, que has llegado empapado-le dijo la anciana con una voz quebradiza y débil-
-Sabes-prosiguió la tía Ana como si esa mañana anduviese sumida en la nostalgia- el estar solos a nuestra edad… y al instante salió una lágrima y la mujer interrumpió aquello que iba a decir. Me acuerdo de mis abuelos, cuando yo era chica, y ¡ya hace tanto que murieron! y de mis padres me acuerdo mucho, pero ¡cuanto hace que los enterramos! Mis hermanos y hermanas, cinco éramos, que tú has conocido a todos y ¿dónde están?, pues todos en el camposanto y espero que en la Gloria de Dios. Mi marido ¡cuánto lo recuerdo! y ya va para cinco años que murió. Pero el dolor más grande que habré de llevar cuando acabe esta vida es el de haber perdido a mis seis hijos, todos mozos. La maldita guerra mató a dos, y el cólera a los otros cuatro, dos hijos y dos hijas hermosos todos como el mismo cielo. Mis nietecillos nunca llegaron a nacer. Dime Herminio ¿qué crees que puedo esperar con ochenta años? Sólo puedo esperar lo que tengo ahora, la soledad y pronto la muerte- No se siquiera a qué cuento te he soltado esta retahíla; será la soledad. Pensarás que he perdido el juicio… Tal vez se me esté yendo el seso al otro mundo, ojalá se me fuera para no entender las miserias de éste.-
El tío Herminio permanecía callado, pensativo, mirando al frente y, de vez en cuando, ante las palabras de la tía Ana, movía la cabeza haciendo alguna mueca y abría la estufa para atizar un poco la leña.
-Deberías de venir a mi casa o a la de algún vecino de estos cortijos, Ana, estos días, pues así nos podemos ayudar mejor unos a otros, y andaremos más acompañados, pues ya sabes que no podemos salir afuera mucho, si no es para echar de comer a los cuatro animaluchos que tenemos- le dijo el tío Herminio, con un aire tierno y sosegado-
No-respondió la tía Ana-me quedaré en mi casa que, a pesar de todo, puedo mantenerme bien y tengo comida para pasar el tiempo de la nevada.
El tío Herminio después de un rato de charla dijo que ya se iba y que hacía muy mal en no querer salir estos días a una casa donde hallarse más en compañía, pero que bajaría un rato todos los días por ver como estaba.
-No salgas, Ana, esta mañana, que yo echaré a las gallinas y cogeré los huevos que hayan puesto-dijo el anciano. A continuación salió al exterior e hizo todo lo dicho, amén de entrar un buen puñado de madera a la casa. Entonces, despidiéndose, dijo que volvería a la tarde y a través de la nieve regresó a su casa. No hizo más que llegar a la puerta cuando aparecieron los tíos Román, Justo y Marcial. Eran los únicos que ya quedaban por las inmediaciones, los dos primeros casados con la tía Paula y la tía Josefina, y el tal Marcial, que muchos años hacía ya que andaba viudo.
-Herminio buena nevada ha caído ¿eh?-dijo uno de ellos- y ¡nadie lo esperaba! ¡El tiempo está cada día más loco! En fin- prosiguió Román- yo ya tengo los animalicos arreglados, ¡menos mal que siempre tengo hierba y nabos de sobra! Metámonos en la casa que no es para nosotros día de andar por la nieve.-
Se sentaron al fuego durante un buen rato, hablando de achaques, y del tiempo, y de los sembrados y de quien sabe cuanto más tiempo podrán quedar aquí si acaso la muerte no llega antes.
-Nuestro tiempo se acaba-dijo Marcial- Mi hija allá, en el extranjero ya me ha dado varios avisos de que me ha de llevar con ella…pero ¡dónde voy yo! Si he decir la verdad quien me da pena es Ana, la del cortijillo del Olmedo, ella si que anda sola por el mundo, con ochenta y tantos y solica sin un primo lejano ¿qué será de ella?
-¡Yo tampoco tengo a nadie en el mundo! -replicó el tío Herminio con una exclamación sarcástica- ¡también te daré yo pena!-dijo sonriendo.- ¡Que será de todos nosotros, Marcial!-
Esperando las luces del alba

Y pasó un día, y una semana, y se fue retirando la nieve, y pasó un mes, y dos, y volvió a nevar y pasó un año, y otro, y varios años más, y siguió nevando todos los años. Muy lejos de allí, en un lugar donde no nevaba nunca, unos ojos cristalinos y una venerable piel, morena y curtida en la ancianidad, miraban al infinito y unas manos, pequeñas y temblorosas, acariciaban un tallo de romero. Respiraba los recuerdos de su tierra, que le hacían vivir un poco más. Muchas veces, tantas como la inmensidad que a veces tiene un día, se preguntaba sobre sus abuelos, y sus padres y sus hermanos y hermanas, y sobre todo su marido ¿adónde se fue? Pero por encima de todo de sus seis hijos y de sus nietecillos que nunca llegaron a nacer. Y a menudo creía ver al tío Herminio sentado en el poyo y los ratos con Paula y Josefina en el lavadero de cuando niñas, y cuando mozas y de toda la vida y la alegría de Román, Justo y Marcial. Todos ellos allí quedaron, de nuevo en la tierra que les dio la vida y generosamente los acogió de nuevo en su seno.
-Señora Ana ya hay que entrar adentro, que hace fresco-le dijo una mujer vestida de un impecable blanco- y tomándola del brazo la condujo hacia el interior de un edificio donde había más ancianos. Nunca supo cómo, siendo pobre como era, pudo acabar allí, ni nadie se lo dijo jamás… La tía Ana sólo esperaba; gran parte de su vida fue una espera, que no esperanza y, aún hoy, el beso diario a una pequeña fotografía le hace respirar profundamente, derramar una lágrima y soñar aguardando la llegada de las luces del alba y entonces volver a sentir el aroma del espliego, allá donde se encuentre, junto a todos aquellos que caminaron con ella en el largo peregrinar de su existencia.

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